otros comentarios al texto el arte como sistema cultural

Adjunto un artículo de Javier Cercas publicado en EL PAIS SEMANAL el 26 de diciembre del 2010, titulado EL CHANTAJE DEL TESTIGO,en su sección Palos de ciego, del que me acordado al leer el texto de Clifford Geertz.

El planteamiento en el ámbito artístico del papel del espectador, artista y profesional del tipo crítico y/o historiador y la posible verdad que cada uno defiende, que en un principio consideré excluyentes, creo que quedan incluidas en esta visión integradora del asunto, y que a mi modo de ver, el autor explica de manera brillante. Las distintas versiones de un mismo hecho son válidas, todo depende del punto de vista o enfoque adquirido.

éste es el artículo(personalmente considero que no tiene deserdicio, así que disfrutadlo)

EL CHANTAJE DEL TESTIGO, Javier Cercas.

No falla: cada vez que, en una discusión sobre historia reciente, se produce una discrepancia entre la versión del historiador y la versión del testigo, algún testigo esgrime el argumento imbatible: “¿Y usted qué sabe de aquello, si no estaba allí?”. Quien estuvo allí –el testigo– posee la verdad de los hechos; quien llegó después –el historiador– posee apenas fragmentos, ecos y sombras de la verdad. Elie Wiesel, superviviente de Auschwitz y Buchenwald, lo ha dicho con un ejemplo: para él, los supervivientes de los campos de concentración nazis “tienen que decir sobre lo que allí pasó más que todos los historiadores juntos”, porque “sólo los que estuvieron allí saben lo que fue aquello; los demás nunca lo sabrán”. Esto, me parece, no es un argumento: es el chantaje del testigo.
Tomo la cita de Wiesel de un necesario alegato en favor de la historia publicado por Santos Juliá en la revista Claves (nº 207). Necesario porque, en un tiempo saturado de memoria, ésta amenaza con sustituir a la historia. Mal asunto. La memoria y la historia son, en principio, opuestas: la memoria es individual, parcial y subjetiva; en cambio, la historia es colectiva y aspira a ser total y objetiva. La memoria y la historia también son complementarias: la historia dota a la memoria de un sentido; la memoria es un instrumento, un ingrediente, una parte de la historia. Pero la memoria no es la historia. Elie Wiesel tiene razón, aunque sólo a medias: los supervivientes de los campos nazis son los únicos que conocen de verdad el horror incalculable de aquel experimento diabólico; pero eso no significa que entendiesen el experimento, y sí más bien que, demasiado ocupados con su propia supervivencia, quizá se hallan en la peor situación posible para entenderlo. Tolstói afirma en Guerra y paz que “el individuo que desempeña un papel en el acontecer histórico nunca entiende su significado”. En la undécima parte de Guerra y paz, Pierre Bezujov se adentra en la batalla de Borodino; va en busca de las glorias que ha leído en los libros, pero lo único que encuentra es un caos absoluto o, como escribe Isaiah Berlin, “la confusión habitual de los individuos, ocupados en satisfacer al azar tal o cual deseo humano (…) una sucesión de accidentes cuyos orígenes y cuyas consecuencias, en general, no se puede rastrear ni predecir”. Treinta años antes de Guerra y paz, Stendhal concibió una escena semejante: al principio de La cartuja de Parma, Fabrizio del Dongo, ferviente admirador de Napoleón, toma parte en Waterloo, pero, igual que Bezujov en Borodino, no entiende nada o sólo entiende que la guerra es un caos absoluto y no “aquel noble y común arrebato de almas generosas que él se había imaginado por las proclamas de Napoleón”. Claro que hay en el testimonio de Bezujov y de Del Dongo una verdad profunda, según la cual la guerra no es, para quienes intervienen en ella, más que un cuento lleno de ruido y de furia, que no significa nada. Pero la verdad de Bezujov y de Del Dongo no es toda la verdad; precisamente porque no participó en Borodino ni en Waterloo, el historiador puede silenciar el ruido y aplacar la furia, inscribir Borodino y Waterloo en la serie de las guerras napoleónicas y la serie de las guerras napoleónicas en la serie de la historia del siglo XIX o de la historia a secas, y de ese modo darle un sentido al cuento. A menos que sea muy ingenuo (o muy soberbio), el historiador no pretende alcanzar así la verdad absoluta, que es la suma de infinitas verdades parciales, y como tal inalcanzable; pero, a menos que sea muy inconsciente (o muy perezoso), el historiador sabe que tiene la obligación de acercarse al máximo a esa verdad perfecta, y la posibilidad de hacerlo más que nadie.
Un historiador no es un juez; pero la forma de operar de un juez se parece a la de un historiador: como el juez, el historiador busca la verdad; como el juez, el historiador estudia documentos, verifica pruebas, relaciona hechos, interroga a testigos; como el juez, el historiador emite un veredicto. Este veredicto no es definitivo: puede ser recurrido, revisado, refutado; pero es un veredicto. Lo emite el juez, o el historiador, no el testigo. Éste no siempre tiene razón; la razón del testigo es su memoria, y la memoria es frágil y, a menudo, interesada: no siempre se recuerda bien; no siempre se acierta a separar el recuerdo de la invención; no siempre se recuerda lo que ocurrió, sino lo que ya otras veces recordamos que ocurrió, o lo que otros testigos han dicho que ocurrió, o simplemente lo que nos conviene recordar que ocurrió. De esto, desde luego, el testigo no tiene la culpa (o no siempre): al fin y al cabo, él sólo responde ante sus recuerdos; el historiador, en cambio, responde ante la verdad. Y, como responde ante la verdad, no puede aceptar el chantaje del testigo; llegado el caso, debe tener el coraje de negarle la razón. En tiempo de memoria, la historia para los historiadores.

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